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Aullaban los perros al punto de parecer lobos en la inmensidad pareja y sin término; no llegaba, ni aun aguzando el oído y la imaginación, el dulce rumor de un arroyo cercano. Quienes cavaron los primeros cimientos tal vez no supieran que Tegua era nombre indio: los pampas pronunciaban threhuá para nombrar al perro, los mismos que en estado salvaje y de aspecto temible, se refugiaban entre juncos y espadañas de las costas del arroyo.

Corría 1696 y hacía dos siglos que el genovés Cristóforo, a punto de ser devorado por las aguas de un océano sin nombre o por la inmediatez del motín, gritó tierra! y pisó América.

Parajes inhóspitos si los hay, Tegua no se llevaba todas las palmas solamente porque el ojo de agua y los pequeños arroyos aseguraban la provisión elemental; la tierra era árida y pedregosa, y el rancho más cercano estaba muy lejos. Aun así un criollo de apellido Montiel compró algunas leguas de tierra a don Jerónimo Luis III de Cabrera (bisnieto del fundador de Córdoba) y dispuso una estancia para cría de mulas. En medio de la nada, propiamente. Levantó la capilla “con adobes, enlucida de yeso, con cumbrera y varas de sauce, cubierta de paja, puertas de algarrobo viejas con aldabón de hierro”. Modesta construcción cuyo único lujo eran los ornamentos, el principal, una imagen de la virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario. La imagen de bulto fue trasladada por Montiel desde una capilla ubicada en la estancia familiar del río Salado (Santa Fe) y dispuesta en la humilde Tegua.

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Aullaban los perros al punto de parecer lobos en la inmensidad pareja y sin término; no llegaba, ni aun aguzando el oído y la imaginación, el dulce rumor de un arroyo cercano. Quienes cavaron los primeros cimientos tal vez no supieran que Tegua era nombre indio: los pampas pronunciaban threhuá para nombrar al perro, los mismos que en estado salvaje y de aspecto temible, se refugiaban entre juncos y espadañas de las costas del arroyo.

Corría 1696 y hacía dos siglos que el genovés Cristóforo, a punto de ser devorado por las aguas de un océano sin nombre o por la inmediatez del motín, gritó tierra! y pisó América.

Parajes inhóspitos si los hay, Tegua no se llevaba todas las palmas solamente porque el ojo de agua y los pequeños arroyos aseguraban la provisión elemental; la tierra era árida y pedregosa, y el rancho más cercano estaba muy lejos. Aun así un criollo de apellido Montiel compró algunas leguas de tierra a don Jerónimo Luis III de Cabrera (bisnieto del fundador de Córdoba) y dispuso una estancia para cría de mulas. En medio de la nada, propiamente. Levantó la capilla “con adobes, enlucida de yeso, con cumbrera y varas de sauce, cubierta de paja, puertas de algarrobo viejas con aldabón de hierro”. Modesta construcción cuyo único lujo eran los ornamentos, el principal, una imagen de la virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario. La imagen de bulto fue trasladada por Montiel desde una capilla ubicada en la estancia familiar del río Salado (Santa Fe) y dispuesta en la humilde Tegua.