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Empezamos por el final

Chris Whitaker

Fragmento

 

«Si veis algo, levantáis la mano.

»Da lo mismo si es un papel de liar cigarrillos o un bote de refresco.

»Si veis algo, levantáis la mano.

»Ojo, nada de tocarlo.

»Levantáis la mano y punto.»

Con los pies hundidos en el vado, los del pueblo se dispusieron a buscar. Avanzaron en fila, a veinte pasos el uno del otro: cien ojos mirando hacia abajo, aunque pendientes de no disgregarse; una coreografía de almas en pena.

A sus espaldas, el pueblo iba vaciándose: la noticia había ahogado el eco del largo, límpido verano.

Ella era Sissy Radley. Siete años, cabello rubio. Casi todos la conocían: al jefe de policía Dubois no le hizo falta repartir fotos.

Walk iba en uno de los extremos de la fila. Pese a la intrepidez de sus quince años, las rodillas le temblaban a cada paso.

Avanzaron como un ejército por el bosque. Los policías delante, barriendo el terreno con las linternas. Detrás de los árboles asomaba el mar. Había un largo trecho río abajo hasta allí, pero la niña no sabía nadar.

Martha May caminaba junto a Walk. Llevaban tres meses saliendo juntos, pero sin ir más allá del morreo ocasional: el padre de ella era ministro de la iglesia episcopal de Little Brook.

—¿Sigues pensando en hacerte policía de mayor? —le preguntó.

Walk contempló a Dubois, quien andaba encorvado, con el peso de la última esperanza sobre los hombros.

—Acabo de ver a Star —siguió Martha sin esperar respuesta—. Andaba por delante, con su padre. Estaba llorando. —Star Radley, la hermana de la niña desaparecida: la mejor amiga de Martha. Eran un grupo muy unido, sólo faltaba uno—. ¿Dónde está Vincent?

—He estado con él hace un rato, igual está en el otro lado.

Walk y Vincent eran como hermanos. Cuando tenían nueve años se hicieron unos tajos en las palmas de las manos, las unieron y se juraron lealtad.

Ni Martha ni Walk dijeron nada más, se limitaron a seguir buscando. Dejaron atrás Sunset Road y el Árbol de los Deseos. Las zapatillas Converse abrían surcos entre las hojas muertas. Walk iba atento y concentrado, pero a punto estuvo de no verlo.

Novecientos kilómetros de litoral californiano, autovía estatal número uno, a diez pasos de Cabrillo. Se detuvo en seco, levantó la vista y se dio cuenta de que los demás seguían avanzando sin él.

Se acuclilló.

El zapato era pequeño, de cuero rojo y blanco, con una hebilla dorada.

Un coche que avanzaba por la carretera aminoró la velocidad. Los faros resiguieron la curva hasta que iluminaron a Walk.

Y entonces vio a la niña.

Respiró hondo y levantó la mano.

 

PRIMERA PARTE

 

La forajida

 

1

 

Walk se mantuvo unos pasos atrás del gentío enfebrecido. A algunos los conocía desde que tenía uso de razón, a otros desde el momento en que vinieron al mundo.

También había veraneantes con cámaras y quemaduras solares. Sonreían despreocupados, ignorantes de que las aguas no sólo daban mordiscos a los árboles.

Varios periodistas de medios locales se acercaron. Una reportera de la cadena kcnr consiguió hacerse oír por encima de los demás:

—¿Podríamos hablar un momento con usted, jefe Walker?

Walk sonrió y metió las manos en los bolsillos. Se disponía a escabullirse cuando se levantó un murmullo.

Tras un crujido, el tejado cedió; algunos trozos fueron a chocar con el agua y se hundieron. Otros derrumbes dejaron al descubierto la estructura, tosca y esquelética: la casa ya no era más que una casa. Había sido el hogar de los Fairlawn desde que Walk tenía uso de razón. Entonces se hallaba a una treintena de metros del mar.

Hacía un año que estaba prohibido acercarse al acantilado, cada vez más erosionado: el camino de acceso estaba cerrado con cintas. Los funcionarios estatales venían de vez en cuando y hacían mediciones y estimaciones.

Una lluvia de tejas se precipitó al mar. Revuelo de cámaras, desvergonzada excitación. Milton, el carnicero, hincó la rodilla en tierra e hizo una vistosa foto cuando el asta se inclinó y el viento arrancó la bandera.

El menor de los hermanos Tallow quiso correr para cogerla y su madre lo agarró por el cuello de la camiseta con tanta fuerza que el pequeño cayó de culo.

Más allá, el sol caía sobre el mar casi al mismo tiempo que el edificio, seccionando el agua con tajos anaranjados, granates y de otros tonos sin nombre. La periodista ya tenía su noticia: el adiós a un retazo de historia tan diminuto como para resultar irrelevante.

Walk miró alrededor y vio a Dickie Darke contemplando impasible la escena. Con sus más de dos metros de estatura, parecía un gigante. Estaba en el negocio inmobiliario: era propietario de numerosas casas en Cape Haven y de un club en Cabrillo, la clase de tugurio donde la depravación te salía por diez dólares y un trocito de dignidad.

Siguieron allí de pie una hora más. A Walk ya le dolían las piernas cuando el porche cedió por fin. Los mirones refrenaron el impulso de aplaudir, dieron media vuelta y se marcharon a disfrutar de sus cervezas y carnes a la parrilla, de las barbacoas cuyos fuegos titilaban en la oscuridad cuando Walk hacía la última ronda de la jornada. Volvieron como flotando sobre el camino de piedras, una especie de murete de un solo nivel, seco pero firme. Al fondo podía verse el Árbol de los Deseos: un roble tan enorme y ancho que unos puntales tenían que sostener las ramas: el viejo pueblo de Cape Haven hacía cuanto podía para seguir siendo el de siempre.

Walk acostumbraba a subir a aquel árbol con Vincent King cuando eran chavales, una época tan remota que hoy era prácticamente insignificante. Dejó que una de sus manos temblorosas descansara en la culata de la pistola y la otra sobre el cinturón. Lucía corbata, camisa con el cuello almidonado, zapatos lustrados. Había quienes admiraban la forma en que había acepta

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«Si veis algo, levantáis la mano.

»Da lo mismo si es un papel de liar cigarrillos o un bote de refresco.

»Si veis algo, levantáis la mano.

»Ojo, nada de tocarlo.

»Levantáis la mano y punto.»

Con los pies hundidos en el vado, los del pueblo se dispusieron a buscar. Avanzaron en fila, a veinte pasos el uno del otro: cien ojos mirando hacia abajo, aunque pendientes de no disgregarse; una coreografía de almas en pena.

A sus espaldas, el pueblo iba vaciándose: la noticia había ahogado el eco del largo, límpido verano.

Ella era Sissy Radley. Siete años, cabello rubio. Casi todos la conocían: al jefe de policía Dubois no le hizo falta repartir fotos.

Walk iba en uno de los extremos de la fila. Pese a la intrepidez de sus quince años, las rodillas le temblaban a cada paso.

Avanzaron como un ejército por el bosque. Los policías delante, barriendo el terreno con las linternas. Detrás de los árboles asomaba el mar. Había un largo trecho río abajo hasta allí, pero la niña no sabía nadar.

Martha May caminaba junto a Walk. Llevaban tres meses saliendo juntos, pero sin ir más allá del morreo ocasional: el padre de ella era ministro de la iglesia episcopal de Little Brook.

—¿Sigues pensando en hacerte policía de mayor? —le preguntó.

Walk contempló a Dubois, quien andaba encorvado, con el peso de la última esperanza sobre los hombros.

—Acabo de ver a Star —siguió Martha sin esperar respuesta—. Andaba por delante, con su padre. Estaba llorando. —Star Radley, la hermana de la niña desaparecida: la mejor amiga de Martha. Eran un grupo muy unido, sólo faltaba uno—. ¿Dónde está Vincent?

—He estado con él hace un rato, igual está en el otro lado.

Walk y Vincent eran como hermanos. Cuando tenían nueve años se hicieron unos tajos en las palmas de las manos, las unieron y se juraron lealtad.

Ni Martha ni Walk dijeron nada más, se limitaron a seguir buscando. Dejaron atrás Sunset Road y el Árbol de los Deseos. Las zapatillas Converse abrían surcos entre las hojas muertas. Walk iba atento y concentrado, pero a punto estuvo de no verlo.

Novecientos kilómetros de litoral californiano, autovía estatal número uno, a diez pasos de Cabrillo. Se detuvo en seco, levantó la vista y se dio cuenta de que los demás seguían avanzando sin él.

Se acuclilló.

El zapato era pequeño, de cuero rojo y blanco, con una hebilla dorada.

Un coche que avanzaba por la carretera aminoró la velocidad. Los faros resiguieron la curva hasta que iluminaron a Walk.

Y entonces vio a la niña.

Respiró hondo y levantó la mano.

 

PRIMERA PARTE

 

La forajida

 

1

 

Walk se mantuvo unos pasos atrás del gentío enfebrecido. A algunos los conocía desde que tenía uso de razón, a otros desde el momento en que vinieron al mundo.

También había veraneantes con cámaras y quemaduras solares. Sonreían despreocupados, ignorantes de que las aguas no sólo daban mordiscos a los árboles.

Varios periodistas de medios locales se acercaron. Una reportera de la cadena kcnr consiguió hacerse oír por encima de los demás:

—¿Podríamos hablar un momento con usted, jefe Walker?

Walk sonrió y metió las manos en los bolsillos. Se disponía a escabullirse cuando se levantó un murmullo.

Tras un crujido, el tejado cedió; algunos trozos fueron a chocar con el agua y se hundieron. Otros derrumbes dejaron al descubierto la estructura, tosca y esquelética: la casa ya no era más que una casa. Había sido el hogar de los Fairlawn desde que Walk tenía uso de razón. Entonces se hallaba a una treintena de metros del mar.

Hacía un año que estaba prohibido acercarse al acantilado, cada vez más erosionado: el camino de acceso estaba cerrado con cintas. Los funcionarios estatales venían de vez en cuando y hacían mediciones y estimaciones.

Una lluvia de tejas se precipitó al mar. Revuelo de cámaras, desvergonzada excitación. Milton, el carnicero, hincó la rodilla en tierra e hizo una vistosa foto cuando el asta se inclinó y el viento arrancó la bandera.

El menor de los hermanos Tallow quiso correr para cogerla y su madre lo agarró por el cuello de la camiseta con tanta fuerza que el pequeño cayó de culo.

Más allá, el sol caía sobre el mar casi al mismo tiempo que el edificio, seccionando el agua con tajos anaranjados, granates y de otros tonos sin nombre. La periodista ya tenía su noticia: el adiós a un retazo de historia tan diminuto como para resultar irrelevante.

Walk miró alrededor y vio a Dickie Darke contemplando impasible la escena. Con sus más de dos metros de estatura, parecía un gigante. Estaba en el negocio inmobiliario: era propietario de numerosas casas en Cape Haven y de un club en Cabrillo, la clase de tugurio donde la depravación te salía por diez dólares y un trocito de dignidad.

Siguieron allí de pie una hora más. A Walk ya le dolían las piernas cuando el porche cedió por fin. Los mirones refrenaron el impulso de aplaudir, dieron media vuelta y se marcharon a disfrutar de sus cervezas y carnes a la parrilla, de las barbacoas cuyos fuegos titilaban en la oscuridad cuando Walk hacía la última ronda de la jornada. Volvieron como flotando sobre el camino de piedras, una especie de murete de un solo nivel, seco pero firme. Al fondo podía verse el Árbol de los Deseos: un roble tan enorme y ancho que unos puntales tenían que sostener las ramas: el viejo pueblo de Cape Haven hacía cuanto podía para seguir siendo el de siempre.

Walk acostumbraba a subir a aquel árbol con Vincent King cuando eran chavales, una época tan remota que hoy era prácticamente insignificante. Dejó que una de sus manos temblorosas descansara en la culata de la pistola y la otra sobre el cinturón. Lucía corbata, camisa con el cuello almidonado, zapatos lustrados. Había quienes admiraban la forma en que había acepta