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Tras la declaración de la independencia, Belgrano quedó nuevamente a cargo del Ejército del Norte, acantonado en San Miguel de Tucumán. Levantó una modesta morada cercana al cuartel provista de unos pocos muebles y allí compartió la escasez con sus tropas. El único solaz que tuvo por aquellos días fueron los amoríos con Dolores Helguero, una joven tucumana con quien, aunque no formalizó la relación, tendría una hija, Manuela Mónica. Todo lo demás eran privaciones y, sobre todo, desvelos por la suerte de una guerra de final incierto. El guerrero El revolucionario Los primeros años En ese período fue una de las patas del trípode patrio que conformó junto con José de San Martín y Martín Miguel de Güemes; el primero acometiendo la campaña de Los Andes desde Cuyo y, el segundo, atajando como podía las sucesivas invasiones realistas que bajaban desde el Alto Perú. Las epístolas que se cursaban entre sí son un testimonio vívido de ese momento crucial en que la suerte de la causa independentista se jugaba a suerte y verdad. Lo que más le afligía era el conflicto interior, las divisiones intestinas que distraían esfuerzos y restaban prioridad al objetivo supremo: vencer al verdadero enemigo. Igual que San Martín, repudiaba el enfrentamiento entre paisanos como el que llevaban adelante los gobiernos porteños y los caudillos del litoral. Sin embargo, no pudo eludir la decisión del directorio que lo sumergió en esa guerra mortificante. Cumpliendo órdenes —las mismas que San Martín no acató— debió involucrar a su ejército en la represión de las incursiones de las montoneras, desguarneciendo peligrosamente el Norte custodiado por Güemes y los suyos. Para entonces, las enfermedades acumuladas a lo largo de su vida no le daban sosiego, y a los males derivados de la falta de asistencia a sus tropas se le sumó su precario estado de salud. En 1819 regresó a Tucumán, tras librar esa guerra inútil en las provincias de Córdoba y Santa Fe y sufrir penurias de toda clase. La única buena noticia que recibió fue el nacimiento de Manuela Mónica, todas las demás fueron malas; la peor, el injurioso arresto que sufrió por parte de oficiales envueltos en una asonada contra el gobernador tucumano. Fue la gota que colmó el vaso. A comienzos de 1820 resolvió regresar a Buenos Aires a esperar la muerte. El viaje fue penoso, acompañado por sus edecanes y su médico personal, Joseph Redhead. Llegó en el otoño porteño y se alojó en la casa paterna, asistido por su hermana Juana y sus hermanos Domingo, Miguel y Joaquín. Pasó los últimos días sumido en la soledad y la pobreza, pese a que se le adeudaban sueldos. Muy pocos se acordaban de él. Murió el 20 de junio de 1820. No hubo recursos ni siquiera para un sepelio digno, al punto que hubo que improvisar una lápida con la tapa de mármol de un mueble de la casa para tallar en ella: “Aquí yace el general Belgrano”.

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Tras la declaración de la independencia, Belgrano quedó nuevamente a cargo del Ejército del Norte, acantonado en San Miguel de Tucumán. Levantó una modesta morada cercana al cuartel provista de unos pocos muebles y allí compartió la escasez con sus tropas. El único solaz que tuvo por aquellos días fueron los amoríos con Dolores Helguero, una joven tucumana con quien, aunque no formalizó la relación, tendría una hija, Manuela Mónica. Todo lo demás eran privaciones y, sobre todo, desvelos por la suerte de una guerra de final incierto. El guerrero El revolucionario Los primeros años En ese período fue una de las patas del trípode patrio que conformó junto con José de San Martín y Martín Miguel de Güemes; el primero acometiendo la campaña de Los Andes desde Cuyo y, el segundo, atajando como podía las sucesivas invasiones realistas que bajaban desde el Alto Perú. Las epístolas que se cursaban entre sí son un testimonio vívido de ese momento crucial en que la suerte de la causa independentista se jugaba a suerte y verdad. Lo que más le afligía era el conflicto interior, las divisiones intestinas que distraían esfuerzos y restaban prioridad al objetivo supremo: vencer al verdadero enemigo. Igual que San Martín, repudiaba el enfrentamiento entre paisanos como el que llevaban adelante los gobiernos porteños y los caudillos del litoral. Sin embargo, no pudo eludir la decisión del directorio que lo sumergió en esa guerra mortificante. Cumpliendo órdenes —las mismas que San Martín no acató— debió involucrar a su ejército en la represión de las incursiones de las montoneras, desguarneciendo peligrosamente el Norte custodiado por Güemes y los suyos. Para entonces, las enfermedades acumuladas a lo largo de su vida no le daban sosiego, y a los males derivados de la falta de asistencia a sus tropas se le sumó su precario estado de salud. En 1819 regresó a Tucumán, tras librar esa guerra inútil en las provincias de Córdoba y Santa Fe y sufrir penurias de toda clase. La única buena noticia que recibió fue el nacimiento de Manuela Mónica, todas las demás fueron malas; la peor, el injurioso arresto que sufrió por parte de oficiales envueltos en una asonada contra el gobernador tucumano. Fue la gota que colmó el vaso. A comienzos de 1820 resolvió regresar a Buenos Aires a esperar la muerte. El viaje fue penoso, acompañado por sus edecanes y su médico personal, Joseph Redhead. Llegó en el otoño porteño y se alojó en la casa paterna, asistido por su hermana Juana y sus hermanos Domingo, Miguel y Joaquín. Pasó los últimos días sumido en la soledad y la pobreza, pese a que se le adeudaban sueldos. Muy pocos se acordaban de él. Murió el 20 de junio de 1820. No hubo recursos ni siquiera para un sepelio digno, al punto que hubo que improvisar una lápida con la tapa de mármol de un mueble de la casa para tallar en ella: “Aquí yace el general Belgrano”.