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“Ser argentino es estar lejos” postuló alguna vez desde París, esa ciudad tan argentina, el escritor argentino pero nacido en Bélgica de nombre Julio Cortázar. Lo que también implica que, en la distancia, Argentina parece estar en todas partes. Incluso en Praga. Allí –a esa ciudad anclada y a la deriva entre el pasado y el presente y que aparenta no pensar demasiado en el futuro– llega un argentino con ganas de tomar distancia y de comer miles de kilómetros. Atrás queda su departure como treintañero animador de “eventos”, por delante lo espera un arrival en el que trabajará como guía de turismo. Un viejo mundo de tradición alquímica y transformadora para una nueva vida –no va a costar tanto, piensa– seguramente mejor que la que llevó y por la que hasta ahora fue más arrastrado que llevado. Así, el protagonista de Síndrome Praga va a dedicarse a explicar una ciudad que no conoce y cuyos parques –por supuesto– le hacen recordar a la Plaza San Martín. Enseguida, el descubrimiento de que los locales no quieren a los visitantes; de que su trabajo (incluyendo a un elenco de colegas también émigrés digno de un film de los hermanos Coen) no era lo que pensaba; y de que las dislocaciones del idioma resultan aún más desorientadoras de lo que pudo imaginarse, en especial en lo que hace a la comunicación sentimental con la de inmediato inolvidable y volátil y fatal Katka. Lugares comunes todos del siempre excepcional territorio extranjero que, de pronto, ofrece una particularidad. Algo que trasciende lo meramente kafkiano y lo golemista: cuatro cifras que comienzan a aparecer en la frente de algunas personas y que adelantan, con exactitud, la inevitable fecha de sus muertes. ¿Qué hacer entonces? Fácil pero no por eso sencillo: llevar un diario para escribirse y, tal vez así, leyéndose luego, poder entender y comprenderse y –por fin, si hay suerte– llegar a sentirse cerca de algo o de alguien aunque se siga siendo un distante argentino hasta el final. La primera novela de Juan Pablo Bertazza –melancólica pero a su manera ilusionada, graciosa y con gracia, vencedora y vencida, soñadora y pesadillesca– se tiembla y se disfruta como a una mezcla del mejor fantástico-romántico marca Adolfo Bioy Casares con lo más perturbado y perturbador de David Lynch.

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“Ser argentino es estar lejos” postuló alguna vez desde París, esa ciudad tan argentina, el escritor argentino pero nacido en Bélgica de nombre Julio Cortázar. Lo que también implica que, en la distancia, Argentina parece estar en todas partes. Incluso en Praga. Allí –a esa ciudad anclada y a la deriva entre el pasado y el presente y que aparenta no pensar demasiado en el futuro– llega un argentino con ganas de tomar distancia y de comer miles de kilómetros. Atrás queda su departure como treintañero animador de “eventos”, por delante lo espera un arrival en el que trabajará como guía de turismo. Un viejo mundo de tradición alquímica y transformadora para una nueva vida –no va a costar tanto, piensa– seguramente mejor que la que llevó y por la que hasta ahora fue más arrastrado que llevado. Así, el protagonista de Síndrome Praga va a dedicarse a explicar una ciudad que no conoce y cuyos parques –por supuesto– le hacen recordar a la Plaza San Martín. Enseguida, el descubrimiento de que los locales no quieren a los visitantes; de que su trabajo (incluyendo a un elenco de colegas también émigrés digno de un film de los hermanos Coen) no era lo que pensaba; y de que las dislocaciones del idioma resultan aún más desorientadoras de lo que pudo imaginarse, en especial en lo que hace a la comunicación sentimental con la de inmediato inolvidable y volátil y fatal Katka. Lugares comunes todos del siempre excepcional territorio extranjero que, de pronto, ofrece una particularidad. Algo que trasciende lo meramente kafkiano y lo golemista: cuatro cifras que comienzan a aparecer en la frente de algunas personas y que adelantan, con exactitud, la inevitable fecha de sus muertes. ¿Qué hacer entonces? Fácil pero no por eso sencillo: llevar un diario para escribirse y, tal vez así, leyéndose luego, poder entender y comprenderse y –por fin, si hay suerte– llegar a sentirse cerca de algo o de alguien aunque se siga siendo un distante argentino hasta el final. La primera novela de Juan Pablo Bertazza –melancólica pero a su manera ilusionada, graciosa y con gracia, vencedora y vencida, soñadora y pesadillesca– se tiembla y se disfruta como a una mezcla del mejor fantástico-romántico marca Adolfo Bioy Casares con lo más perturbado y perturbador de David Lynch.